domingo, 8 de febrero de 2015

EL DÍA QUE UN GRANO DE ARENA LE HABLÓ A RAMÓN

Míralo, ahí, de camino hacia la playa. Hoy se levantó algo cansado, aunque ni siquiera él sabía el porqué. Para ser exactos no era cansancio lo que sentía. De hecho él no se preguntaba por su estado de ánimo, no era consciente del tono ceniciento que durante el día habían adquirido las cosas entre las que se encontraba.
Vivía solo, en una pequeña casa cerca del mar, propiedad de su madre y heredada de su abuela. Acababa de despertarse y, sin asearse, se dirigió a desayunar. Tomó unas cuantas galletas y un vaso de leche sentado en la pequeña mesa de la cocina, en la que todavía quedaban algunas migas de pan y restos de comida de la noche anterior. Miró por la ventana, la que daba al este, las nubes grises apenas permitían descubrir que el sol ya había salido. Pero él no reparaba en estos detalles, tan solo trataba de averiguar en qué debía ocupar las horas del día que recién comenzaba. Guardó el paquete de galletas y dejó el vaso en el fregadero. Se aseó, se vistió y salió dispuesto a dar un paseo por playa, sin que pudiera saberse en qué momento tomó esta decisión.
El camino a la playa atraviesa distintos solares sin edificar, quizá debería haber dicho atajo, pues es un sendero entre matorrales del mediterráneo, la mayoría secos, en el que resulta fácil encontrarse alguna lagartija esperando que el sol le caliente la sangre. Ramón andaba muy despacio porque, como siempre, va pensando en sus cosas. Bueno, más que pensar en sus cosas lo habitual es que las ideas le aparezcan y desaparezcan de la cabeza sin venir a cuento. Estas situaciones le suelen provocar un estar a la espera, un atender a sus pensamientos sin saber la razón de por qué aparecen esos y no otros, creyendo que ya que aparecen debería aprender algo de ellos. Pero al parecer no es así. Por ejemplo, cuando ve una lagartija lo piensa como un hecho significativo, ese hecho le tendría que enseñar algo, la lagartija le tendría que decir algo. Y claro esa mañana también se detuvo junto a una lagartija, se acercó lo justo para que no se ahuyentara y esperó. Pero las lagartijas hasta ahora no le han hablado, la escasa naturaleza que lo rodea, más muerta que viva, o enterrada en vida por el polvo y la sequedad, tampoco le ha dicho nada. Él desea pertenecer a ese mundo y quizá por esta razón espera alguna señal, espera que ocurra algo, pero nada sucede. Así que reanudó la marcha como si nada. Y como si hubiera escuchado estas palabras le aparecieron estos otros pensamientos. Reanudar, re de reiteración y anudar de ir a nudar, ir a hacer nudos. Reiteración de nudos, reanudar un paso con otro, reanudar lana para confeccionar una bufanda, reanudar lo ayer anudado, reanudar los pensamientos inconclusos, la lectura de un libro, reanudar… ¿Qué razones habría que alegar para no reanudar algo? ¿Cuándo apareció el hilo en el que uno se debería encontrar anudado a otros, con otros o con el mundo? ¿Cuándo se rompió ese hilo? El humano, un nudo cuya reanudación cayó en el olvido.
Y mientras pensaba estas cosas llegó a la vía del tren, la cruzó sin prestar mucha atención, bajó las escaleras de cemento y tras un par de pasos se sentó en el escalón que dividía la playa entre la zona alta de piedras y la baja de arena, que apenas consistía en una pequeña franja en la que no todos los días uno podía tumbarse. Allí se quedó sentado mirando al mar. Entonces le vino a la memoria el día en que bajó a la playa para hacer una redacción sobre el mar, de esto hacía años. Ni entonces ni ahora sabía qué decir del mar. Lo miraba y solo se le ocurría que era grande y azul, con olas, unas grandes y otras no tanto. Si por él fuera ahí acabaría la redacción. No había más, solo agua, mucha agua, cualquiera podría acercarse y verlo, nada más que agua. Y sin embargo, él estaba a la espera de escuchar algo. Como si supiera que el mar algún día le fuera a hablar. De hecho, permaneció en silencio escuchando las olas, solo quería oír las olas, ningún pensamiento, solo el sonido de las olas. Y así se acercó hasta la orilla, y observó que lo que parecía un murmullo incesante se componía de todos y cada uno de los sonidos que aparecían y desaparecían con cada ola. Estallidos de agua contra el agua, unos aquí y otros por allí, y el contrapunto del retorno a la calma tras los momentos de mayor agitación. Pensando en esto se tumbó y deseó quedarse así para siempre, mirando el cielo y escuchando el mar. Deseaba no sentirse extraño, no sentirse ajeno a todo lo que sucedía cuando comprendió lo insignificante de todo aquello. Él era un ser insignificante. Ahora nada tenía significado, nada valía más de lo que pudiera valer un diminuto grano de arena. Quería hundirse en ese mar de insignificancia, sentirse tan insignificante como los sonidos que oía o la forma de las nubes que veía.
Y en este estado se encontraba Ramón cuando escuchó un grito inaudible, un pequeño pero rotundo no. A lo cual siguieron estas palabras susurradas:
«Si tú te crees insignificante, piensa en un grano de arena. Y quizás te preguntes cómo algo cuya realidad es tan patente puede pasar tan desapercibido. Pues es cierto, la insignificancia, mi insignificancia, resulta indiscutible. Vivo igual seco que mojado, en la orilla o en el fondo del mar. Cualquier brisa o el más ligero soplo de aire podría llevarme a no se sabe dónde. Y a nadie le importaría a dónde iría a parar. Carezco de identidad, el Universo entero podría imaginarse sin mí. ¿Acaso pensarías que algo habría cambiado en el Universo si desapareciera un único grano de arena? Ya respondo yo por ti, nada habría cambiado.
»Sin embargo, el Universo y yo sabemos que ya no estaríamos hablando de lo mismo. Sin ese grano de arena, no sería el mismo Universo. Es más, el Universo sabe que está hecho de insignificancias de arena. Por eso cabría decir que mi insignificancia es universal y, por la misma razón, que la significación de todo el Universo cabe hallarla en un solo grano de arena.»
Ramón comprendió lo que escuchó. Por fin algo o alguien le había hablado, pero no fue como él esperaba. No esperaba que las palabras fueran pronunciadas por un minúsculo grano de arena que no podía ver. Decidió marcharse y, si bien no dudaba de que la arena le había hablado, también decidió no contárselo a nadie. En el fondo iba contento pues había aprendido algo que no sabía explicar, pero que era tan cierto como la sonrisa que se le formaba en el estomago mientras regresaba a casa recordando esas pequeñas palabras.