Las montañas azules (relato).

LAS MONTAÑAS AZULES.

«¿En qué piensas, papá?» le dijo Laura a Gonzalo de regreso a Villena, el día en que él le mostró la foto de la abuela María.
Gonzalo miraba el paisaje a través de la ventanilla del tren. Había aprovechado el final del curso, ella estudiaba su primer año de Filosofía en la Complutense de Madrid, para visitarla y ayudarla con el equipaje de vuelta a casa. «Pensaba en las montañas azules» ―le respondió sin dejar de mirar el paisaje.
Gonzalo veía como los objetos cercanos al tren se sucedían unos a otros velozmente, casi sin tiempo para ser reconocidos y, por el contrario, cuando dirigía la mirada al fondo del paisaje, las montañas siempre estaban allí, inmutables y azules. A Gonzalo le llamaba la atención ese color azul de las montañas que se ven al fondo. Le parecía que las montañas adoptaban ese color para fundirse con el cielo, para confundirse. ―El cielo es azul, cierto, pero... ¿dónde se encontrará ese azul?― pensaba Gonzalo mientras levantaba la vista al cielo. Y en seguida bajaba la vista hacia las montañas, le parecía curioso que siempre estuvieran ahí, que no se hubieran dado a la fuga como todos esos objetos cercanos al tren y ahora ya olvidados.
De repente se volvió hacia Laura, que estaba sentada frente a él y, como si recordase un asunto pendiente, se sacó del bolsillo de su cazadora la cartera y de ella, una fotografía muy antigua, y mostrándosela le dijo: «Mira, esa mujer del centro, es la abuela María, la madre de tu abuelo Andrés, mi padre».
¡Qué guapa que era! dijo Laura mientras miraba la foto con interés ¿Y los demás quienes son? ¿Conozco alguno?
―Quizás te acuerdes de alguno de ellos respondió Gonzalo. La fotografía fue tomada probablemente en el año 1933. La abuela María, por entonces tendría alrededor de veintidós años. Está rodeada de todos los empleados, los de detrás del mostrador de madera. Se encuentran en la droguería de la calle Miravientos, fundada por el abuelo de la abuela María, pero en el tiempo de la foto la regentaba el padre de ella. Él no está en la foto y yo no lo conocí. Ese de ahí es Raúl, el de la ventanilla de cristal en la que se lee caja. Es su hermano pequeño, unos tres años menor que ella, solía llevar chaqueta y corbata, como en la foto. De él solo sé que era conocido por su afición a las mujeres y por bromista. Pero la abuela María decía que no había en el mundo una persona con un corazón más grande que el suyo. Murió a la edad de cuarenta y ocho años, cuando yo recién había cumplido cuatro. De él pocas cosas recuerdo. Pero de quien sí me acuerdo es del tío Vicente, el hombre serio y erguido, situado al otro lado del mostrador junto a la abuela María. Callado, pero reivindicativo, combatió en la batalla del Ebro. No sé si te acordarás, pero él fue quien nos acompañó a visitarte durante tu primer campamento de verano en la sierra de Cazorla. ―Creo que sí sé quién es le interrumpió Laura. Sería aquella persona delgada, que vestía una camisa azul y un pantalón de pana negra, que bajó del coche y se colocó en medio de la carretera sin dejar pasar a nadie gritando al cielo: ¡Viva la República! ¡Viva la República!
―Sí, así era él. 
Sabes, papá, cuando lo recuerdo siempre me acompaña el convencimiento de haber visto por instantes a una persona feliz. Es como si en aquel día hubiera aprendido a reconocer la felicidad en una persona. Yo no comprendía sus gritos, pero a él sí.  
―Lo cierto es que en esos últimos años de vida el tío Vicente perdió la razón, pero nunca perdió la capacidad de contagiar esa felicidad. Y el que está junto al tío Vicente es el tío Ramón, aunque todos le llamaban «Ramonet» siguió hablando Gonzalo. De él te puedo contar que pocos años después de esa foto se casó y, con el premio que obtuvo de un sorteo de lotería, se compró una pequeña finca donde cultivaba un huerto. Todavía recuerdo los días en que iba a la casa del campo. De niño, yo montaba en la parte de atrás del carromato del tío Ramón, sentado en las cajas de frutas vueltas del revés. ¿Sabes? todavía me vienen a la memora imágenes de la fruta madura pisada en el suelo junto alguna que otra patata y también, su olor, una mezcla de pera madura y de plátano machacado, un olor excesivamente dulce, como de mermelada. Por cierto, el abuelo Eusebio, el marido de la yaya María, fue quien tomó la foto. Al parecer de él nos viene el gusto por la filosofía. No le hacía nada de gracia la religión ni todo lo que tuviera que ver con ella. Es más, si suspendías te daba un duro. La foto es de años antes de casarse con la abuela. ―¿Y qué tiene que ver esta fotografía con las montañas azules? Preguntó Laura que había escuchado en silencio a su padre. Ahora era ella la que miraba a través de la ventanilla las montañas del fondo.
―Antes debes saber que «Pepín», el niño que se encuentra en el margen izquierdo, murió este año. En febrero fui a su entierro. En la foto probablemente no tendría más de catorce años.
―¿Quién era?
―Tú no lo conociste. Era una persona alegre muy querida por el abuelo Eusebio. Ambos solían conversas sobre cualquier tema cotidiano. Después de su muerte ninguno de los que ves en la fotografía queda con vida, todos están muertos.
―Y… 
—La foto que acabo de enseñarte la recuperé después del funeral. Pero mientras enterraban a «Pepín» me vinieron a la memoria todos estos pequeños recuerdos. Y ahora al ver estas montañas han vuelto a mí. Y creo comprender que todos ellos están ahí en esas montañas azules, que siempre fueron como montañas azules. Siempre ahí, en el fondo, sin ser notadas, casi confundidas con el cielo. Y al igual que ellas uno siempre podía contar con ellos. Ellos como ellas me transmitían, y sus recuerdos me siguen transmitiendo, firmeza y serenidad. Y lo cierto es que siempre he vivido con el convencimiento de que nunca desaparecerían. 
―Quizá algún día tú serás como esas montañas azules, pero para mí eres como ese árbol, cercano y fuerte le interrumpió Laura, sin darle importancia al asunto. Y mejor que te vayas preparando, ya estamos cerca de casa.

2 comentarios:

  1. Al leer tu relato me ha venido a la memoria la frase que se va a leer al abrir mu libro...

    "Si estoy en tu memoria... formo parte de tu historia..."

    He pasado un rato muy agradable leyendo este relato.

    Toñi.

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    1. Gracias por tu comentario, es cierto que este relato invita a reflexionar sobre la huella que las personas dejan en nuestra memoria. La manera en que la presencia de los que nos rodean constituyen un paisaje, el mundo en que nos encontramos... En fin, este comentario me ofrece una razón más para desear leer pronto tu nuevo libro...

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