Tres novelas de José Saramago


El siguiente escrito es un trabajo que realicé en el año 2010, como parte de la asignatura de Historia del Gusto. En él encontraréis contenidos los comienzos de algunas de mis ideas filosóficas que más tarde serían desarrolladas en el libro que escribí. Recientemente algunos amigos me han animado a que lo publique en el blog.

SOBRE TRES NOVELAS DE JOSÉ SARAMAGO.


INTRODUCCIÓN.

La cuestión de si por medio del texto literario se trasmite conocimiento racional es algo que probablemente nunca antes me había planteado. Calificar el conocimiento de racional es algo que, en mi opinión, considero superfluo, pues si es preferible el conocimiento al desconocimiento, entonces el conocimiento no racional también será preferible al no conocimiento o simple ignorancia. Por esta razón, tiendo a rechazar el uso del término racional para calificar el conocimiento. Desde esta perspectiva, calificar algo como conocimiento no-racional consistiría en la expresión de un desprecio por aquello que no se ha tenido más remedio que reconocer como conocimiento. En otras palabras, hay conocimiento o no lo hay, independientemente del atributo que se le ponga, que en mi opinión, está de más.
Desde este punto de partida inicial, me planteo nuevamente la pregunta: ¿hay conocimiento en el discurso literario? Me surge una respuesta directa, sí. Si al leer una novela aprendo algo, entonces ese algo bien puedo denominarlo, legítimamente, conocimiento transmitido o aprendido. 
Antes de seguir adelante, deseo anotar que sé que este trabajo no tenía porque asumir como objeto el tema de si hay conocimiento en el discurso literario, de hecho no era este mi propósito. Pero este trabajo, parafraseando a Ortega y Gasset, es fruto de las circunstancias, mi circunstancia, (esta circunstancia consiste precisamente en la asistencia a la asignatura de Historia del Gusto). Desde el mismo momento en que recibí la propuesta de escribir sobre tres novelas de un mismo autor y, a la vez, entender la cuestión filosófica a tratar en la asignatura, me he visto condicionado a abordar esa misma temática desde un punto de vista práctico o, mejor dicho, concreto.

TODOS LOS NOMBRES

Desde el principio de la lectura de la primera novela, Todos los nombre de José Saramago, he tenido la inquietud, incluso incomodidad, de tener que dar con, y mostrar, eso que aprendo al leer. Como dije al principio, no me cabe ninguna duda de que por medio del relato literario se transmite conocimiento. Pero, una cuestión consiste en explicitar ese conocimiento y, otra distinta, el valor que otorgo a dicho conocimiento. Aquí ya me surge la primera cuestión filosófica que me inquieta, y es la pregunta por la legitimación para calificar o determinar el conocimiento. ¿Quién decide si algo es o no es conocimiento? ¿Quién tiene potestad para decidir acerca de la racionalidad o irracionalidad de un discurso? Volveré a tratar esta cuestión. Ahora sólo pretendía mostrar que en este trabajo intentaré reflejar las circunstancias que han dado sentido a la lectura de las tres novelas de José Saramago. 
El primer pensamiento que me vino en torno a esa cuestión fue de influencia wittgensteniana: preguntar por el conocimiento contenido en un texto es preguntar por el significado de sus palabras. Entender el significado de las palabras consiste en comprender su uso. Comprender el uso de las palabras remite a comprender el juego del lenguaje donde son usadas. Primera tarea, ¿en qué consiste este juego del lenguaje?
En la época en que leí las Investigaciones Filosóficas siempre que quería comprender la noción de juego de lenguaje acababa pensando en el ajedrez. Las palabras tenían sentido al igual que las piezas del ajedrez en una partida. Las palabras son como piezas de ajedrez. Al igual que las piezas de ajedrez se definen por sus movimientos dentro de la partida, del mismo modo las palabras reciben su significado en su movimiento dentro de un juego del lenguaje. ¿Y los jugadores? ¿Y las normas del juego?
En una novela hay dos jugadores, el autor y el lector. La primera diferencia en esta analogía, entre el ajedrez y el relato literario como juego del lenguaje, no es la distancia que separa a los jugadores, dado que el ajedrez se puede jugar por correspondencia, sino la asimetría. En la novela cuando el autor escribe el lector no es lector, no hay lector mientras la novela es escrita. Sí puede haber personas que lean lo escrito, pero para decir que la novela es lo leído, pienso que la misma tiene que estar terminada. Por otra parte, creo que puede decirse que se trata de un juego cuya norma principal es no tener normas. El autor dispone de legitimidad para escribir el relato que quiera, poner en el texto cualquier palabra que considere más oportuna, o sentirse obligado a poner todas ellas sin elección alguna. No hay obligación de fidelidad alguna a la realidad. El autor dicta sus reglas, se somete a ellas, y las incumple. Supongo que nadie le obliga a poner palabra alguna que no quiera, o a contar relato alguno indeseado. Aquí encuentro la legitimidad del autor[jugador]. En el ajedrez, por ejemplo, el jugador con piezas blancas tiene legitimidad para realizar el primer movimiento, pero debe mover las piezas conforme a las reglas. En la novela el autor, la persona que escribe tiene legitimidad para imaginar el relato que desee y contarlo como desee. Debe usar las palabras conforme a reglas para ser entendido, pero precisamente para hacerse entender puede violentar dichas reglas. Supongo que habrá alguna norma para distinguir la novela de otros géneros literarios, como el cuento, o la poesía, pero estoy seguro que más de un autor habrá tratado con éxito de transgredir esas normas, de cruzar límites, precisamente por eso son límites.
En este punto Saramago viene a confirmar esa libertad del autor. Él se permite estar en el relato, recordar al lector que es su relato y que ahí esta él, contando incluso secretos de los personajes y cosas que los personajes no saben, pero que el autor tiene el atrevimiento de contar al lector. Anticipa lo que le ocurrirá al personaje, reclamando la complicidad del oyente —así designa al lector del relato—, sin que el mismo personaje lo sepa. Llega incluso a contar intimidades de los personajes, los cuales no sabrán que el autor ha transmitido al lector, y ellos seguirán en la novela como si tal cosa.
Por su parte el lector es el segundo jugador, en este caso el que suscribe este trabajo. Ahora en este relato trato de contar en qué ha consistido ese juego de leer tres novelas de José Saramago. Resulta cuanto menos contradictorio no saber decir exactamente en que consistió el juego. Sí escuché atentamente los relatos de Saramago, es más, después de haberlos leído bien puedo afirmar no ser el mismo que antes de leerlos, ya no podría volver a leer esos mismos tres relatos. Parafraseando a Heráclito uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, pero ahora no porque el río ya no sea el mismo, sino porque uno ya no es el mismo. Sin embargo, en el río resulta fácil decir lo que acontece, sencillamente al bañarme me mojo y si me volviera a bañar me volvería a mojar. El problema es dar con eso que acontece al sumergirse en el relato de una novela.

El lector también tiene sus normas de juego, aquellas que quedan a su arbitrio. Como lector tengo que decir que he leído las novelas en los momento previos a ir a dormir, por la noche. Igualmente las lecturas han sido intercaladas con otras lecturas, normalmente filosóficas, lecturas que se entremezclaban con el relato de José Saramago, y que si viene al caso, las iré nombrando. Por otra parte, como lector he disfrutado recreando las imágenes del relato, imagino a los personajes mientras leo, me irrita interrumpirme a mí mismo con algún tipo de reflexión o inquietud, mi afán es quedarme en la intimidad escuchando y viendo el acontecer de los personajes, si aprendo algo prefiero no enterarme mientras leo. Por eso en este caso, esta norma se ha visto alterada desde el principio, parecía como si tuviera que descubrir un secreto oculto, como si el autor tuviera algo que contarme y reclamara mi atención desde un principio.
El primer libro, como ya he dicho Todos los nombres, lo leí de tirón. El personaje principal se llama Don José, y la novela narra un episodio que le transformará su vida. Ningún otro personaje de la novela tiene nombre, o mejor sería decir que ningún otro personaje es llamado por su nombre. Don José es escribiente del Registro civil, en el cual se registran las fichas de los nacimientos y defunciones. Es una persona meticulosa y nunca ha incumplido norma alguna. La norma principal de todo Registro civil bien puede resumirse en «los vivos con los vivos y los muertos con los muertos», norma lógica pues parece ser la mejor forma de organizar todas las fichas para su fácil localización. Sin embargo, un día Don José dio con la ficha de una persona fuera de su lugar propio. Aquí comienza sus tribulaciones pues en vez de devolver la ficha al lugar correspondiente, Don José decide saltarse por esta vez las normas e indagar quién es la persona de la ficha que ha encontrado. Así, la novela narra las vicisitudes de Don José en busca de una persona que no conoce y cuyos únicos datos son resultado de la mera casualidad o contingencia. Por este motivo bien puede decirse que Don José empieza a ser otro, pues asume unos riesgos y quebranta unas normas que nunca nadie hubiera podido creer que fuera capaz. Así nos lo hace ver José Saramago. Y así como lector soy cómplice de las averiguaciones y pesquisas de Don José. En este momento recuerdo el sentimiento de contradicción, mis ganas de lector de decirle a Don José que ninguna de las normas que quebraba era relevante. Sin embargo, no era ese el sentir de Don José, o al menos así lo hacía ver Saramago. Por ejemplo, en una noche lluviosa decidió introducirse en el Centro de enseñanza donde había trabajado la persona que buscaba. Tras romper la ventana, dormir en el sofá del director y comer algún alimento de la cocina, logró hallar la ficha en el desván, abandonada junto todas las fichas de los antiguos alumnos del Instituto. ¡Qué vergüenza a su edad si hubiera sido descubierto! Llegados a este punto no tengo más remedio que desvelar el final de la novela. Realmente pienso que no debiera hacerlo, y no por estropear la trama a un futuro lector, sino porque el relato está impregnado de intimidad. Sí, no me considero ni autorizado ni capaz, pero sobre todo capaz, de transmitir lo que aconteció en la novela que yo escuché. Tengo la sensación de quebrar una intimidad, un pacto y por eso diré lo justo para continuar con lo que me parece que quiero expresar. Al final de la obra Don José descubre que la persona que buscaba estaba muerta. Decidió ir al cementerio, y en este momento es donde la novela me desveló lo que quiero contar. José Saramago comenzó por describir un cementerio enorme, sin límites, el cual al carecer de muros se había entremezclado con el extrarradio de la ciudad. Los muertos que no cabían en el cementerio habían sido enterrados más allá de sus lindes, y por su parte la ciudad que crecía había construido las viviendas lindando con las tumbas. Saramago advirtió que bien podía haber descrito un cementerio más convencional, donde los restos de los que fueron vivos reposan entre sus muros. Pero aquí expresamente afirma que este es su relato y este es su cementerio, y no hay nada que reprochar. Para mayor abundancia, el personaje Don José, sin saber muy bien por qué, se decidió a visitar la tumba donde debían reposar los restos de la persona buscada, pero tras dormir durante la noche (si no recuerdo mal) al día siguiente un pastor le desvela que los huesos de los muertos no se corresponden con los nombres de las lápidas. La lápida que había localizado no contenía los huesos de la persona que buscaba. ¿Qué más da?, decía el pastor. Así, Saramago explícitamente viene a decir que los vivos son vivos mientras se mezclan con los muertos, y los muertos son muertos precisamente porque se encuentran entre los vivos. Y si no lo dijo así, así lo escuche yo, el lector que también es parte del juego del lenguaje. Aquí esta lo que aprendí, pues esa afirmación la doy por cierta literalmente, no como metáfora.
Por las fechas en que leí esta novela ya había leído o estaría terminando de leer a Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, y ya daba por cierto que todo conocimiento surge de un encuentro: donde hay conocimiento hay encuentro, y añado, donde hay encuentro hay con-fusión. Así Saramago me invitaba a pensarme como ser viviente confundido con aquellos muertos de los que he tenido conocimiento, ya sea en vida o por aquello que han dejado escrito mientras vivían. Mi ser, aquello que yo pienso que soy, viene constituido por aquello que hay y queda en mí de personas que ya no viven, y así, esas personas que ya no viven son personas muertas pero no olvidadas mientras su rastro permanezca en mí, o en cualquier otro viviente, rastro no sólo espiritual sino también material o genético. Pero no sólo esta confusión me asaltaba, ¿era esto lo que realmente quería decir Saramago con su relato o era mi imaginación quién pensaba tal cosa y tales ideas eran más propias de lo que yo mismo pensaba? Estas preguntas constituyen otra con-fusión. Estoy confundido porque no puedo saber si tales ideas son puestas por el autor o constituyen divagaciones mías. Pues, aunque fueran puestas por el autor no tengo ninguna garantía de que eso fuera así. Yo no puedo afirmar que José Saramago al escribir su relato tenía la intención de transmitir esta idea, o cualquier otra. Pero, podría ser cierto que tuviera tal intención, por lo que tampoco puedo negar que no lo hiciera. Pues bien, pensando estas cuestiones me vino la certeza de que el pensamiento se transmitía precisamente por con-fusión. «Con» porque sin el otro esas ideas no habrían nacido en el momento en que nacieron, (palabra que uso con toda la intención debido a María Zambrano), y por causa de lo dicho por ese otro. «Fusión» porque tales ideas son consecuencia de un encuentro entre autor y lector. Ideas que cuando nacen no se tiene certeza de su lugar de origen, ¿serán del autor o del lector? Ahí reside el juego, el autor relata lo que quiere y como quiere, y no obliga al lector a leer cuando quiera y como quiera. Por su parte el lector, lee cuando quiere y piensa lo que quiere, éste es su ámbito, tiene legitimidad para dejar volar su imaginación. Y digo bien imaginación pues el conocimiento, para mí, no es más, ni menos, que una facultad de la imaginación. Conocer, a fin de cuentas, no es más que imaginar acertadamente. El juego literario, quizá no solo el de la novela, consiste en un despliegue de un relato desde la intimidad del autor, pasando por la intimidad menos íntima de los personajes, para invitar al lector a desplegar en su intimidad la misma libertad que el autor demostrara al dar nacimiento a su relato. Terminada la lectura de la novela, ya no hay confusión sobre las ideas que me quedan, dado que ahora constituyen mis propias ideas. Pero por unos instantes ahí hubo una aventura. La aventura de sentir próximo a alguien que físicamente no estaba cerca, de confundirse con sus ideas para así dar nacimiento a ideas propias, y ya no ser el mismo que comenzó a leer esa novela y que nunca podré volver a ser. Ahora no tiene importancia qué valor tiene que aquel con el que me confundo o confundí sea una persona viva o muerta, o porqué no con Don José un personaje de novela.

EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS.
Precisamente desde las anteriores ideas comencé a leer alrededor de navidad la segunda novela, El año de la muerte de Ricardo Reis.
Como ya he dicho, de la primera lectura me quedó la idea de  que los vivos son vivos mientras se confunden con sus muertos, y los muertos son precisamente muertos mientras están confundidos entre los vivos. Pues bien, esta idea sigue presente en la segunda novela leída. En primer lugar, por cuanto que el protagonista Ricardo Reis, es un personaje y poeta creado por Fernando Pessoa. En este relato Ricardo Reis regresa desde Brasil a Lisboa con motivo de la muerte de Fernando Pessoa. A lo largo del relato Fernando Pessoa, ya muerto, se aparece para conversar con su personaje Ricardo Reis. Como se comprueba, Saramago invita a confundir los papeles. El personaje real, Fernando Pessoa, una vez muerto se convierte en personaje de la novela. Por otra parte, es el personaje de la novela, Ricardo Reis, quién debe su propia identidad a Fernando Pessoa, sin embargo aparece como el más real de ambos. Por su parte, ahí sigue, en el trasfondo, el autor José Saramago invitando a pensar en el ir y venir del personaje ficticio pero vivo, y la persona real ya muerta resucitada como personaje. 
En mi opinión, esta novela transcurre con tranquilidad, con sosiego, y ello por contagio del talante del propio personaje Ricardo Reis. Así las cosas, se vino a sumar que por esos momentos ya había leído ¿Qué es filosofía? Y El espectador de Ortega y Gasset. De la primera de estas lecturas me quedé con la idea de que el miedo a equivocarse es ya de por sí un error, y de la segunda la idea de que «la realidad precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces». La realidad precisamente por ser real es plural. También dirá que a menudo un error no es más que una verdad exagerada. Todo ello animando a tomar la filosofía con deportividad. Aquí Ortega y Gasset aparece como un personaje más, así me encuentro leyendo a Ortega por el día, y por las noches escucho y comparto las vivencias narradas por Saramago sobre Ricardo Reis, quien conversa de vez en cuando con Fernando Pessoa. Por si fuera poco, para fin de año, terminada las lecturas de Ortega y Gasset me encuentro en mitad de Ser y Tiempo de Martín Heidegger, y una vez más aparece la reflexión sobre la muerte. No es aquí el momento traer la filosofía de Heidegger y su invitación a pensar la muerte. Basta decir que se me aparecía como un muerto más hablando de la muerte. Estas eran mis circunstancias, ahí estaba yo confundido entre vivos y muertos, dando con ideas que iban y venían, y no podría decir a ciencia cierta de dónde venían y adonde iban. Empezaba a pensarme como un simple lugar de paso, el lugar donde acontecían estas ideas. Aprendía de Ricardo Reis a pensarme y a comportarme como un simple espectador de aquello que acontecía.
Llegado el mes de enero había terminado de leer la segunda novela de José Saramago. Decidí esperar para iniciar la tercera lectura.

LA CAVERNA.
Fue a finales de abril cuando inicie la lectura de La caverna, la tercera novela escrita por José Saramago que me había propuesto leer para realizar este trabajo.
Antes de iniciar esta tercera lectura ya había pasado suficiente tiempo desde la lectura de los dos primeros relatos. La confusión ya había pasado, era claro que las ideas que quedaban eran ideas mías, en tanto que pensadas por mí y en mí. Una de estas consiste en considerar que el error o el enunciado falso siempre se encontrará en el discurso humano, y el pretender evitar o eliminar el enunciado falso o erróneo ya es de por sí un error. Quiero decir, en todo discurso si es humano, pensamiento o pensamientos nacidos a lo largo de toda una vida humana, se encontrarán enunciados falsos o errores. Comprender la tarea filosófica como la eliminación de tales errores, acaba por reducir el propio discurso humano, y esta reducción la pienso como un empobrecimiento. En este sentido la ciencia como pretensión de verdad es parte de ese discurso humano, entendido con carácter general. En otras palabras, si se pretende describir el pensamiento de una persona, y por tal entiendo el pensamiento pensado a lo largo de su vida, procediendo a eliminar del discurso (que es expresión de ese pensamiento) las incoherencias, contradicciones y enunciados entendidos como falsos, quizá quede una elaboración sistemática del pensamiento, pero lo más probable es que dicha elaboración no sea una imagen fiel del pensamiento de esa misma persona, y ello porque precisamente al eliminar los enunciados falsos se eliminará parte de la peculiaridad humana del pensante. Como ya he dicho haciendo mías estas ideas leídas de Ortega y Gasset, y animado por él, asumía con deportividad y cierta jovialidad la lectura de la tercera novela, y también la elaboración de este trabajo.
La Caverna es una narración fiel al estilo de José Saramago. Al principio las vicisitudes de los personajes me transmitieron cierta inquietud. Debo decir que de las tres novelas es con la que más he disfrutado de su lectura. Esto es debido probablemente a mi afán por limitarme a imaginar los paisajes y los acontecimientos. Con esta novela llegué a situarme en las puertas de la alfarería de Cipriano Algor, no la traspasé por respeto y por no interrumpir  el trabajo que se realizaba en ella. Con Cipriano Algor vivía su hija Marta y su yerno Marcial Gacho. Cipriano Algor trabaja como proveedor de un gran centro comercial y de viviendas denominado El Centro, en el cual su yerno ha sido ascendido a vigilante residente, deja de comprar los productos fabricados artesanalmente por Cipriano Algor, y este se queda sin trabajo. El relato describe con detalle la situación en que se encuentra el protagonista y su último intento, animado por su hija Marta, de fabricar una serie de figuritas de barro para poder salvar la alfarería. Lo cierto que este último intento no tiene éxito. Mientras tanto el yerno ha sido ascendido y todos ellos se trasladan a vivir como residentes al Centro. Lo viejo, la tradición presente en la alfarería. En frente lo nuevo y moderno representado por El Centro, la eficacia y la impersonalidad del número y el rendimiento, una nueva forma de vida. La capacidad de Saramago para transmitir lo que acontece me llegó a permitir imaginar el color de la tierra de la alfarería, sus charcos, el perro de nombre Encontrado, y recuerdo que un día me descubrí escuchando una conversación entre Cipriano, Marta y el yerno. Estaban en la cocina almorzando, yo veía sus pies, miraba desde debajo de la mesa de madera maciza —así la imaginaba— veía las alpargatas sucias por el color rojizo de la arcilla de la alfarería, los bajos del pantalón azul manchados por el mismo barro. Con tal capacidad de detalles y animado, como ya he apuntado, porque todo esto transcurría en los momentos antes en los que me asaltaba el sueño, un día pensé ¿Y no será más real la vida de Cipriano Algor que la mía? Y me sorprendí dando sentido a esta pregunta, entendiendo la respuesta afirmativa. A fin de cuentas me encontraba más preocupado por el futuro de Cipriano Algor que por el mío propio. Frente al transcurrir de la vida en el relato, pensaba mi vida como apagada, como aquejada de cierta decoloración. Me sentía como una persona que para despertar en mí cierta humanidad apelaba al entretenimiento de leer un relato que por supuesto era ficticio. Sin embargo, lo cierto era que el relato era una novela; luego, era ficción; luego, era falso. Pero por otra parte, la conclusión alcanzada era verdadera. De esta forma comencé a dar valor epistemológico al enunciado falso, a la falsedad. Quiero decir, que si bien es cierto que una deducción lógica es aquella que partiendo de premisas verdaderas nos lleva a una conclusión verdadera, también es lógicamente cierto que partiendo de unas premisas falsas es posible dar con un consecuente verdadero, quizá no sea conveniente a este consecuente denominarlo conclusión. En todo caso, la inferencia está animada por la verdad de la implicación, (toda inferencia refleja la verdad de la implicación lógica). Y desde un punto de vista lógico cabe afirmar que hay dos tipos de implicaciones verdaderas: el primero, aquel que partiendo de un antecedente verdadero nos lleva a un consecuente verdadero y, el segundo, el que partiendo de un antecedente falso nos puede llevar tanto a un consecuente verdadero como falso. En consecuencia, aun si las premisas son falsas, esto es si parto de un relato ficticio, y llego a un consecuente verdadero entonces la implicación es lógicamente verdadera. Aquí pienso que estoy ante un supuesto en que las premisas falsas no pueden ser eliminadas, pues no acepto el decir que el consecuente es verdadero con independencia del antecedente falso, sino que es más cierto que al consecuente verdadero he llegado desde las premisas falsas, y sin ellas no hubiera dado con dicho consecuente. Luego el relato ficticio aparece como antecedente necesario para provocar el movimiento que deviene en un consecuente verdadero, y ese movimiento es la implicación lógica. Una vez más aparece la idea de que los enunciados falsos tienen su papel en el discurso humano. Este discurso en tanto que humano nace desde un punto de partida, y me mueve hacia un punto de llegada. En ese transcurrir, que esquematizo mediante la invocación a la implicación lógica, aparecen como elemento entretejido el relato ficcional, el enunciado falso, sin que por ello haya un menoscabo de esa verdad que el transcurrir conlleva. Así, quizá el afán de algunos filósofos por la eliminación del enunciado falso resulte no sólo un empobrecimiento, sino un error de principio. Por supuesto que el enunciado falso no debe presentarse como conclusión, como punto final del movimiento, pero ello no quiere decir que no tenga una función epistemológica que desempeñar. Ahora sólo puedo dejar apuntada esta idea pues no es más que un pensamiento naciente. 
Sin embargo, y quizá como movimiento dialéctico que niega el anterior pensamiento, me descubrí pensando en la verdadera realidad del relato. No me cabe la menor duda de que debido a la capacidad narrativa del autor, comencé a imaginarme detrás del autor en los momentos que escribía la novela. Lo cierto, lo real, era que existe una persona de nombre José Saramago que un buen día decidió sentarse y escribir un relato. Así me imaginaba en la esquina de una habitación en penumbra observando la espalda encorvada de Saramago escribiendo esta novela. Saramago confeccionaba el escrito que en la actualidad yo estaba leyendo, las palabras que yo escuchaba eran esas mismas palabras que un día Saramago escribió. Esto sí que era real, o al menos tal como yo imaginaba la realidad. Ahora sentía una gran curiosidad por las circunstancias reales en las que se escribió el relato que tenía en las manos. Las inquietudes que provocaron el autor este relato y no otro. Aquí no había confusión había una clara ignorancia. Esa realidad era inalcanzable para mí, imaginarla estaba de más, era tan ficticia como el propio relato. Y sin embargo de pronto me descubrí con lo más valioso de todo, el relato. Lo realmente escrito por la persona real José Saramago no tenía que ir a buscarlo a ningún sitio, se encontraba entre mis manos. El relato que imaginaba que José Saramago escribía en esa habitación en penumbra era el libro real que yo poseía. Realmente tenía un tesoro entre mis manos, un trozo de realidad, y me sentía afortunado por ello. Aquí empecé a pensar que la filosofía o mi inquietud filosófica se asemejaba más a la actitud de un pirata, un espíritu en búsqueda de tesoros, y bien se puede decir que en los relatos de José Saramago uno puede encontrar multitud de tesoros.
No resisto las ganas de contar una última anécdota ocurrida en este tiempo de lecturas. Estudiaba yo a Galileo en un texto que no paraba de citar la obra de Alexandre Koyré Estudios Galileanos. Una tarde paseando me decidí a entrar en una librería, la única en Alicante en la que encuentro libros de filosofía, y a pesar de estar convencido de que no lo tendrían pregunte por el libro Koyré. Para mi sorpresa la dependienta lo sacó del almacén, costaba trece euros, pero me advirtió de que la tapa se encontraba descolorida y amarillenta por el sol. No puede reprimirme y le dije que no tenía ninguna importancia, que lo que tenía entre sus manos era un verdadero tesoro (pensando sinceramente que los trece euros que me pedía por el libro eran una ganga, pero esto no lo dije).
Para concluir vuelvo al relato de La Caverna. En él se muestra un movimiento humano, una forma de vida que termina, otra forma de vida la del Centro que se muestra insatisfactoria, y finalmente unos personajes humanos que por humanidad deciden marchar.
Este trabajo lo inicie reflexionando sobre si cabe afirmar que en el discurso literario hay conocimiento humano. Respondí en las primeras páginas que sí. Y ahora creo que a lo largo de este mi relato he dejado constancia de las razones por lo que así lo creo. El conocimiento que he encontrado en las novelas de Saramago tiene el carácter esencial del movimiento. Conocer consiste en aprender algo que antes no se sabía. Este movimiento consiste en descubrir nuevas ideas, que he calificado como tesoros. Ideas cuya novedad viene de otros, que nacen por causa de los movimientos de otro —en el presente caso del autor José Saramago—. Ideas que se confunden en mí, y transcurrida esa confusión alcanzan claridad. Ahora son mis ideas, y precisamente a resultas de este movimiento ya no soy el mismo que al principio del curso inicio las lecturas comentadas en este trabajo.

2 comentarios:

  1. Tengo que reconocer que no he leído ninguna de las novelas que comentas en este trabajo, pero ha sido un verdadero placer hacer el recorrido por ellas e internarme en la cotidianidad de los personajes que describes cual si hubiera sido uno más de ellos.
    Las leeré pues aunque no tengo grandes pretensiones filosóficas, será interesante observar a los personajes desde tu perspectiva y disfrutar de ellas tanto como tú.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu comentario, si con estas palabras contribuyo a que leas algún libro de Saramago me sentiré muy orgulloso. Ahora bien, advierto de que la filosofía depende más del lector que del libro. Además lo primero es sentirse atrapado por las palabras, por el discurso escrito, lo siguiente consistirá en discurrir por ese discurso, y disfrutar mientras eso sucede.
      Una vez más, gracias por tu comentario.

      Eliminar