Un mal día (relato).

UN MAL DÍA.

Hoy me senté a escribir. Sabía que debía escribir, y me senté. Pero no escribí nada. Ninguna palabra recorría mi mente, ninguna palabra bajaba por el interior del brazo, ningún movimiento en la mano. La pluma permanecía inmóvil y la hoja, en blanco. ¿Para qué me habré sentado, pensé? ¿A quién obedecí al sentarme? Acaso, antes de sentarme, ¿no debería haber sabido que no iba a escribir nada? ¿Quién será ese yo convencido de que escribiría algo? ¿Cómo llegué a creer en él  tanto como para sentarme convencido de ello?
Entonces me levanté, cogí la libreta y la pluma, y salí a recorrer las calles del pueblo. Será cosa de los dioses, iba pensando. En situaciones como esta me descubro a merced de otros seres que pudieran estar ahí, pero que ni los veo ni los siento. Eso sí, mi capacidad de decidir, la posibilidad que me concedo como humano para actuar en este mundo, de nada me vale frente a estos dioses. Todo lo que acontece lo comprendo como resultado de sus caprichos.
Uno de ellos me convenció para que me sentara a escribir. Otro, por el contrario, y por el gusto de distraerse llevando la contra al primero, evitó que naciera en mí cualquier pensamiento o idea. El primero se enfadó, y me paralizó en la silla, como si con su sola voluntad anulara la mía y me condenara a estar sentado absorto con mi falta de criterio. El otro, para no reconocer que la cosa no era tan divertida como esperaba, persistía en mantener ausentes mis ideas. Hasta que los dos me abandonaron, quizá por aburrimiento. Fue entonces cuando aproveché para salir de casa.
Al cabo de un rato me encontraba en la biblioteca. La huida de los dioses o, quizás, algún otro dios, me llevó hasta allí. Un pequeño edificio de dos pisos casi vacío. Bueno, debo rectificar porque había dos personas. Una de ellas era el bibliotecario, persona ya mayor que como la tortuga de Aquiles se movía lentamente, pero de tal forma que transmitía el convencimiento de alcanzar todo lo que se propusiera. La otra, una persona callada y con apariencia enigmática, parecía extranjera, probablemente residiría en las afueras del pueblo.
Decidí curiosear a ver si encontraba algún libro. Me dirigí a la sección de filosofía y, sin embargo, acabé en la de botánica. Un libro que sobresalía me llamó la atención. Sin saber el porqué, lo cogí y leí su título: Plantas tropicales venenosas II. Obviamente, faltaba el tomo primero.
Me senté en un rincón de la biblioteca y comencé a hojear el libro sobre las plantas tropicales. Entonces comprendí.
No me cabía ninguna duda de que el señor misterioso tenía algo que ver con la ausencia del tomo uno. Seguro que mucho tiempo atrás lo tomó en préstamo de la biblioteca. Si preguntase al bibliotecario, me lo confirmaría. Probablemente, me diría:
«Hace más de veinte años que ese libro no se encuentra en la biblioteca. El último que lo vio fue el extranjero, ese que viene puntualmente todas las tarde a leer aquí. Yo se lo presté. Lo recuerdo como si fuera ayer.
»Por entonces yo solía pasear todas las mañanas temprano, antes de las diez, hora en la que se abría la biblioteca. Subía por el camino del Cerro y bajaba por el de la Fuente de los Ciervos. Este último camino lindaba con su finca, La tomatera. Era muy fácil de reconocer, pues disponía de un pequeño jardín de plantas tropicales. Lo sé porque al pasar por allí siempre alzaba la cabeza y me decía, «¿a quién se le habrá ocurrido plantar en esta sierra plantas tropicales?». Era una pregunta retórica, pues sabía la respuesta: al extranjero.
»Una persona que llegó al pueblo por aquel invierno y que por el mes de enero ya había comprado La tomatera. Nunca hablé más de lo estrictamente necesario con él, lo conocí porque llegaba siempre a la misma hora a la biblioteca. Persona de pocas palabras y de poco trato, siempre se sentaba en el mismo sitio, de espaldas a la misma ventana, la de la persiana rota.
»Si no recuerdo mal, era por mayo cuando debía devolver el libro. Pero no lo hizo. Él decía que sí, pero yo sé que no lo hizo. O peor, lo hizo para luego sustraerlo, pues debo reconocer que en la ficha constaba la devolución. Yo recordaba la devolución de varios libros a la vez, pero no el de Plantas tropicales venenosas I.
»El caso fue que desde ese momento me obsesioné con él. Comencé a observarlo con detenimiento. Tanto que podía haber enumerado cada cambio en el crecimiento de las plantas tropicales de su jardín. Y he de reconocer que lo cuidaba de forma exquisita; con cada día que pasaba las plantas lucían colores más vivos.  Hasta que, pudiera ser por un despiste suyo, observé un libro encima de la mesa del jardín. No lo dudé ni un instante, sabía que era el libro que andaba buscando.
»Fue tal mi empeño que urdí un plan de asalto para recuperarlo. El día señalado fue un sábado, en el que él dejaría la casa sola durante al menos tres horas, debido a que tenía que marchar a la capital para recoger a unos amigos. Yo dispondría de tiempo más que suficiente para saltar la valla, entrar por la puerta de atrás de la casa y dirigirme sin demora a la biblioteca del salón, seguro de que lo encontraría allí.
»Pero ese sábado llegó y lo que ocurrió, mejor sería no contarlo. Nada salió conforme había planeado. Nada más saltar la valla caí de bruces y me rompí el pantalón. Entré en la casa sin problemas, pero no encontré el libro: ni en el salón, ni en el dormitorio, ni en ninguno de los baños. Tampoco estaba en el sótano, ni en la terraza ni en el tejado. Resumiendo, busqué por todas partes, hasta que abandoné la búsqueda cuando pude ver el haz de luz provocado por el los faros del coche que regresaba. Salí corriendo, sin haber previsto por qué lado de la valla saltaría desde el interior. Me encaramé como puede, que no fue nada fácil, y volví a caer por segunda vez. Empecé a correr cojeando hasta que tropecé con algo y caí rodando hasta que acabé encima de una mata de espinos...»
―Por favor, vaya acabando que a las ocho se cierra la biblioteca ―me dijo la tortuga cuando pasó por mi lado. 
―Disculpe, ¿sabría decirme si tienen el primer tomo de este libro? ―le pregunté.
Lo miró y respondió: «No. El tomo primero se quemó en el incendió de la Villa Antonia, en 1956. Lo sé porque el anterior bibliotecario me lo contó. Precisamente la marquesa había tomado en préstamo ese libro, y después del incendio todos pensaron que pereció en el interior de la casa».
Agradecí la explicación y algo decepcionado emprendí el regreso a casa. Una vez más por el camino pensaba que nada tenía sentido. ¿Por qué me inventaba esas historias sin ton ni son? ¿Por qué pensaba en la tortuga de Aquiles? ¿Por qué hacía estas preguntas? Y… ¿Quién esperaba yo que las contestase? Y si obtuviera una respuesta, ¿quién escucharía esa respuesta? ¿Qué iba a resolver escuchándola? ¿Se quedaría por fin satisfecho, dejaría de preguntar? ¿De dónde venían estas preguntas y adónde iban? Me sentía como una hoja caída a mereced de un viento ausente. ¿Por qué no dejaba de preguntar? Y, ¿cómo pretendía yo dejar de preguntar haciendo más preguntas? Ni tan siquiera el sinsentido traía una respuesta a tanto sinsentido.

Llegué a casa, cené y me tumbé en la terraza mirando el cielo oscuro y nublado, deseaba que esa oscuridad lograra esconderme. Al cabo del tiempo, me levanté sin saber por qué y me fui a dormir.

2 comentarios:

  1. Me ha parecido muy interesante y entretenido. Deberías escribir más relatos cortos e incluso atreverte a alargarlos. Seguro que si buceas por tu mente encuentras historias que contar. Ya estoy esperando el siguiente...

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  2. A mi también me ha parecido interesante, y espero leer alguno más...

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