Coincidencias (relato).




COINCIDENCIAS.

Mi amiga Mercedes sostiene que a menudo las cosas no suceden por casualidad. Por el contrario, mi amigo Luis piensa que lo que a ella le parece no casual normalmente no es más que una simple coincidencia. Yo, por mi parte, entiendo que ambos tienen algo de razón: cada uno tiene un modo de comprender lo que sucede, un modo de albergar lo que tratan de entender.
Intentaré explicarme mejor con la siguiente historia. No puedo afirmar que sea real, pero tampoco lo contrario. De ella tuve conocimiento al principio de mi primer año en Valencia. En el piso que había alquilado me encontré dentro del cajón de la mesilla de noche un cuaderno usado. Nunca supe si lo escrito en él era un diario o meros ejercicios de un escritor novel.

El protagonista de esta historia se llamaba Raúl, era profesor de flauta en el conservatorio de Valencia. En sus palabras se traslucía cierta frustración por no haber alcanzado su vocación de concertista. Su vida no tenía nada de especial. Acudía todos los días puntualmente a impartir sus clases, comía en el mismo restaurante y a las seis de la tarde ya se encontraba en casa ensayando sus temas favoritos. El día que se desvió de su rutina diaria sucedió un hecho que cambió su vida por completo.
De regreso del trabajo se entretuvo buscando un regalo para el cumpleaños de su hermana, razón por la cual al volver a casa cruzó por los jardines del Real. Fue allí donde se encontró por primera vez con Miguel. Un niño que gritaba ¡papá!, ¡papá!, mientras corría en dirección a él. La sorpresa se la llevó al comprobar que no llamaba a nadie que hubiera a sus espaldas. Con cierto descaro el niño al llegar a su altura se detuvo y repitió: «Papá». Evidentemente Raúl no era su padre, y así se lo explicó. Pero el chico no le prestó demasiada atención, por el contrario le hablaba con cierta precipitación de las ganas que tenía de volver a verlo en casa. Él, Miguel, ya sabía que de momento no podría ser, tenía ocho años y su madre ya le había explicado que su padre tenía razones poderosas que lo mantenían alejado. Pero, a pesar de todo, estaba convencido de que volvería.
Al comprobar Raúl el convencimiento firme del niño, le preguntó: «¿Por qué piensas que soy tu padre?» La respuesta del niño todavía lo desconcertó más: «Porque me acuerdo de que por las noches siempre me tocabas una canción con la flauta». A pesar de su sorpresa Raúl siguió conversando con Miguel hasta que encontró un excusa y se despidió de él.
Durante los días siguientes a este encuentro Raúl no dejó de pensar en Miguel. Por alguna extraña razón no le causaba ningún problema la idea de que ese niño hubiera sido hijo suyo. Al principio cuando lo recordaba le parecía como si dentro de él naciera una suave sonrisa que no llegaba expresar, pero que él sabía que estaba ahí. A los pocos días, abiertamente se confesaba que Miguel había supuesto una coincidencia feliz que había roto su monótona vida. Fue entonces cuando cambió su ruta de regreso a casa.
Raúl se alegró al ver por segunda vez a Miguel. Le agradaba que se dirigiera a él como papá. El niño no paraba de hablarle. Él apenas le interrumpía. Fue en este segundo encuentro cuando Miguel le pidió que tocara la flauta. Raúl lo hizo encantado. Interpretó un adagio de Mozart. Y mientras el niño lo escuchaba sin decir nada, la madre se acercó en silencio. Permaneció callada a las espaldas de Raúl hasta que termino de tocar. De inmediato Miguel se dirigió a su madre: «Mira mamá es papá, y ha tocado la de siempre». Entonces Isabel, que así se llamaba la madre de Miguel, se presentó y se disculpó por las molestias que pudiera estar causando su hijo. «Ninguna molestia», respondió Raúl. Ella se dirigió a Miguel confirmándole que Raúl no era su padre. Sin embargo, Miguel no solo no le prestó atención, sino que consiguió hábilmente que ambos adultos conversaran durante un buen rato. Ella explicó a Raúl que a Miguel le había afectado mucho la pérdida de su padre a los dos años de edad; prefería creer que se había marchado y que algún día volvería.
Desde el primer día congeniaron y a partir de entonces todas las tarde se encontraban los tres en el parque del Real.
Las últimas palabras del cuaderno hablaban del compromiso de Raúl e Isabel. Pronto se casarían. Precisamente, el cuaderno terminaba narrando el día en que Raúl salió a comprar el traje de novio acompañado por Isabel y Miguel. Habían recorrido ya al menos en un par de tiendas sin encontrar uno del gusto de todos. Por lo tanto, sería la tercera o cuarta tienda en la que entraban. Raúl acababa de elegir un traje. Al salir del probador, lo enseñó dando un pequeño paseo por el establecimiento. Entonces, cuando se detuvo delante de Isabel y Miguel, este le dijo: «Papá así sí que pareces un verdadero flautista». Esas palabras alegraron a Raúl, le llegaron a lo profundo; no le importaba la verdad de las mismas sino la satisfacción que le causaba. En esos momentos se sentía un hombre afortunado por poder oír de Miguel esas palabras. Raúl volvió a entrar en el probador recordando el primer encuentro con Miguel, siempre le había llamado la atención el convencimiento con el que él lo llamó papá desde el principio. Una vez dentro, mientras se miraba en el espejo, al mismo tiempo que se desvestía, le asaltaron las siguientes dudas: «¿Podría ser cierto que Miguel supiese desde un principio que él iba a ser su padre? ¿Podría ser algo más que simple casualidad aquel encuentro con Miguel?». Coincidencias, simples coincidencias —iba pensando cuando salió del probador con el traje en la mano.

De este modo terminaba el relato, o al menos así lo recuerdo ahora. De esta historia yo no sé nada más, ni siquiera sé si es real o ficticia. Y ahora, en este preciso instante, soy yo el que se pregunta si los hechos narrados en ella fueron algo más que simple casualidad. He de confesar que desearía que no fueran nada fortuitos, que me resulta sencillo entenderlos como algo más que coincidencias. Sin embargo, también puedo comprenderlos como un compendio de casualidades. Quizás no quepa una respuesta definitiva para esta cuestión. Quizás solamente sea posible ofrecer modos de comprenderla. Quiero decir que quien escuche la historia de algún modo tendrá que comprenderla. La casualidad o la ausencia de casualidad aparecen como modos distintos de comprender los mismos hechos.

Y me quedo pensado… Quizás, haya sido simple casualidad que a mi memoria haya venido esta historia. Quizás, haya sido una simple coincidencia que estas palabras, y no otras, hayan llegado hasta aquí para relatarla.  

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